“Calentamiento global”, “Efecto invernadero”, “Emisiones de carbono”, “Derretimiento polar”… todas esas frases, junto a muchas otras, se han convertido en una parte vertebral de la identidad de nuestra época.
Nunca antes en la historia habíamos sentido de manera tan palpable el impacto de la actividad humana en la naturaleza. Pero, a diferencia de lo que dictaría el sentido común, tampoco habíamos presenciado y protagonizado un nivel de negligencia tan insólito.
Llama la atención, sin embargo, que haya precedentes de crisis previas que hemos abordado tan pronto como hubo evidencia suficiente. ¿Qué es diferente ahora? ¿Por qué, en lugar de fomentar la solución a los problemas climáticos, hablamos de colonizar la luna y otros planetas? Sin ánimos de contestar interrogantes tan complejas, nos limitaremos a revisar, por un lado, un par de crisis que fueron atendidas. Por otro, echaremos un breve vistazo a la situación actual y a las perspectivas de habitar algún día la Luna.
La primera alarma: la capa de ozono
Desde finales de los 70, Jonathan Shanklin, meteorólogo británico, venía analizando dos décadas de datos recabados en el polo sur. Aunque al principio sus superiores no estaban convencidos de sus conclusiones, Shanklin estaba seguro de que algo no estaba bien.
El 16 de mayo de 1985 publicaría junto a dos colegas uno de los mayores hitos de la ecología. La capa de ozono atmosférico en la Antártida estaba más delgada que nunca antes, y lo estaba causando el hombre.
Los clorofluorocarbonados, químicos usados como refrigerantes, estaban impidiendo la renovación natural del ozono en el continente austral. La principal función de la capa de ozono es absorber las dañinas radiaciones ultravioleta provenientes de la luz solar. Sin ella, la vida no sería posible.
Unos 15 años después del anuncio, ya en la década de los 2000, los CFC habían sido removidos en 98%. A pesar de los múltiples obstáculos, fue un verdadero triunfo de la sensatez sobre la avaricia y la arrogancia humanas. Sin embargo, los químicos usados para reemplazarlos terminaron agravando un problema preexistente: el efecto invernadero. Tales sustancias son unas 2 mil veces más potentes que el CO2 para aumentar la temperatura del planeta.
Por otra parte, hay un detalle de suma importancia sobre los CFC y su impacto a largo plazo. Aunque ya no destruyen la capa de ozono, la vida de las moléculas ya existentes oscila entre 50 y 150 años. Así que no veremos niveles importantes de recuperación hasta después de 2050.
La segunda alarma: la lluvia ácida
En 1963, Gene Likens recogió una muestra de lluvia como parte de un estudio a largo plazo que sigue en curso. La muestra tomada en las montañas de Nueva Hampshire era simplemente desconcertante. El agua analizada era cien veces más ácida de lo que se había predicho, y todo era entonces un misterio.
Hoy sabemos que los combustibles fósiles emiten dióxido de azufre y óxidos de nitrógeno que se acumulan en la atmósfera. Al mezclarse con agua y oxígeno, se convierten en ácido sulfúrico y ácido nítrico, conocidas sustancias de muy alta toxicidad. Pero para entonces, la complejidad y la gravedad del asunto lo convirtió en el principal problema entre EEUU y Canadá.
Las consecuencias ambientales fueron devastadoras. A pesar del creciente número de evidencias denuncias, los gobiernos no mostraron una buena actitud y se culpaban mutuamente. Hacia 1990, finalmente, comenzó un programa de reducción de emisión de iones de azufre y nitrógeno. Además, se llevó a cabo un proceso de alcalinización de los cuerpos de agua acidificados, donde resurgieron las especies afectadas.
El aire de nuestro mundo está lejos de haberse purificado, pero al menos logramos evitar una debacle ecológica por segunda vez. Sigue en pie la pregunta de por qué hemos tardado tanto en atender la emergencia del calentamiento global. Y, a pesar de modestos avances, no parece que vayamos realmente en la dirección correcta y a la velocidad necesaria.
El efecto invernadero y el cambio climático
Aunque la crisis del cambio climático no nos llevará a la extinción en un par de décadas, la amenaza es real. Es bastante sólido el cúmulo de hallazgos científicos que respaldan la veracidad de ambas afirmaciones. Una excelente investigación al respecto la ofrece el célebre ambientalista sueco Bjørn Lomborg en su libro Falsa alarma.
Pero hay algo más allá de la relación entre los gases de efecto invernadero, la actividad industrial y el calentamiento global. ¿Por qué, ante la mayor amenaza ecológica de todos los tiempos, no parece que tengamos ganas de hacer nada?
El Dr. John Logsdon, físico y profesor emérito de ciencias políticas en la Universidad George Washington, ofrece una brillante respuesta. En su libro La decisión de ir a la Luna, analiza las condiciones que hicieron posible esa hazaña. Alega que es más fácil poner un hombre en nuestro único satélite natural que frenar el calentamiento global.
La primera, el logro ruso de poner al primer cosmonauta en órbita, que acució violentamente la envidia norteamericana. La segunda, la presencia de líderes capaces de ejecutar un plan de esa envergadura de principio a fin. La tercera, la factibilidad del proyecto, pues solo dependía de una gran cantidad de trabajo técnico. Y la cuarta condición era una meta que no requería modificar ningún comportamiento ni paradigma humano. He allí lo que parece ser la principal barrera para tomar cartas en el asunto del cambio climático.
Tan extraordinariamente difícil parece vencer este obstáculo que, antes de plantearnos soluciones al problema, estamos pensando en ir a la Luna. Pero veamos algunos datos interesantes sobre nuestra compañera cósmica para evaluar, datos mediante, qué tan factible sería vivir allí eventualmente.
Las condiciones extremas de la Luna para la vida
A causa de su atmósfera casi inexistente, la temperatura en la Luna sufre variaciones que van desde los 123°C durante el día hasta los -248°C en la noche. Solo los tardígrados, unos ecdisozoos de 0.5 mm, podrían resistir tales variaciones térmicas, pero aún necesitarían de agua, aire y alimento. Además, por su delgada atmósfera, la superficie lunar es golpeada cada día por casi 3 toneladas de material meteorítico.
Su gravedad es apenas el 17% de la terrestre, capaz de producir estragos en huesos, órganos y músculos. En solo un mes, perderíamos más de 1% de densidad ósea. En comparación, los adultos de la tercera edad apenas pierden 1 o 1.5% de densidad ósea cada año. Un astronauta se ejercita unas 2.5 horas diarias para reducir el impacto de la falta de gravedad, pero no lo anula.
Las partículas de polvo lunar son 50 veces más pequeñas que el diámetro de un cabello humano. Pueden permanecer en nuestros pulmones durante meses. Mientras más tiempo se queden allí, mayores serán los efectos tóxicos. De allí que estemos obligados a llevar una vida de completa reclusión, en una especie de “vida virtual”. Probablemente será algo muy parecido a jugar un juego de casino online en lugar de ir de vacaciones a Las Vegas.
Una base lunar con capacidad para solo 4 personas cuesta unos 7 mil millones de dólares. Para alimentarlas, serían necesarios 8 invernaderos lunares. De las 800 mil calorías que necesita un ser humano al año para sobrevivir, cada invernadero produciría solo la mitad. Y como cada invernadero requeriría unas 3 toneladas de agua al año, serían necesarias 24 toneladas de agua solo para alimentar a cuatro personas.
La obtención de energía
Como es evidente, una comunidad humana en la Luna requeriría generar una inmensa cantidad de energía. En ese sentido, es inevitable pensar en la radiación solar como una fuente energética potente y prácticamente ilimitada. La NASA posee tecnología que, teóricamente, podría extender la permanencia en suelo lunar, pero aún no se ha probado.
Por otra parte, las extremas condiciones térmicas y atmosféricas pondrían en jaque cualquiera de nuestros dispositivos para convertir energía solar. Los sistemas de generación y almacenamiento de energía ahora disponibles colapsarían en poco tiempo. Ello obliga al desarrollo de innovaciones capaces de soportar la variación térmica y el ultrafino polvo lunar.
La producción de alimentos
Es descabellado pensar que una pequeña colonia lunar de humanos va a recibir periódicamente un delivery espacial de alimentos. Aparte de lo exorbitantemente costoso que sería cada envío, la posibilidad de que dicho suministro sea permanentemente suspendido. Por tanto, la tecnología necesaria para obtener alimentos en suelo lunar es innegociable para una permanencia humana a largo plazo.
Si bien se ha confirmado la presencia de agua en la Luna, aún no sabemos si podrá ser usada para consumo humano o para las siembras. Además, tampoco sabemos si su extracción será más sencilla y rentable que llevar agua de la tierra. En materia de cultivos, el suelo de la Luna no contiene nitrógeno, un elemento crucial para el crecimiento de las plantas.
Aunque se ha hecho crecer con éxito algunas variedades vegetales en una simulación de terreno lunar, es una investigación en ciernes. La radiación ultravioleta en la Luna es descomunal, y no solo afectaría a los humanos sino también a cualquier planta. Ese es otro factor relevante a tener en cuenta para la construcción de invernaderos lunares a prueba de radiación UV.